jueves, 24 de enero de 2008

El viaje

Por Camila González



Me encanta viajar en metrotren. De mi ciudad a Santiago son dos horas de viaje. Dos horas sentada al lado de gente que no conozco, dos horas sentada al lado de espíritus errantes, dos horas respirando el mismo aire que muchos ciudadanos.

Cuando viajo en metrotren pienso. Pienso en que estarán pensando los demás, me pongo en sus zapatos, juego a ser ellos por un segundo, a inmiscuirme dentro de sus mentes, a usurpar su identidad... ¿Se han puesto a pensar qué verán los ojos de ese niño dentro del vagón? ¿O quizás, qué será del vagabundo que toma el tren en la estación más pequeña y se baja en la más grande para pedir limosna?

Me encanta salir de mi cuerpo como una proyección astral y adentrarme dentro del cuerpo del hombre de cuello y corbata de al lado; yo nunca he usado cuello y corbata, sólo lo usé en mi época de escolar y nunca más. ¿Se debe sentir mucha presión con ese nudo tan efímero, o quizás más presión aún mirando las manecillas del reloj moverse?

Entra un anciano. La gente en general es considerada y cede asientos en caso de ver a un mayor de edad. ¿Cómo estará ese viejito entrando al metro, lleno de gente?

Hago todas estas cavilaciones mientras el metrotren desciende velocidad y hace un ruido: hemos llegado a nuestro destino...

¿Pero cuál es el destino?